La magia del pan de cada día

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Soy nieta de panadero y nací cuando él se marchó para no volver. Y cansada de baguettes industriales quise crear el sabor inigualable de una hogaza hecha despacio y con amor para que mis hijos recobraran el auténtico sabor del pan.

Como tributo a mi esencia y a su memoria.

Porque me hace feliz y lo disfruto.

Hago pan como meditación.
Amaso pan como catarsis.
Fabrico pan como encuentro.
Creo pan como alquimista.

Solo parto de lo más simple: una buena harina que el sol haya dorado con sus rayos, pura y limpia. Sin pesticidas y respetando su ritmo natural. Agua que fluye depurada de las profundidades de la tierra. Sal encontrada en el mar blanca y salvaje. Y aceite de unos olivos familiares que nos empeñamos en mimar. La magia del pan de cada día.

Despierto a la masa madre de su letargo profundo y le doy agua, la disuelvo para que flote y despierte. La alimento despacio como a un resucitado y cuando bulle, siento su fuerza emerger. El movimiento de los fermentos que me gritan que está viva porque es capaz de flotar sobre agua. Se ha hecho ligera y el aire la impregna. Huelo su olor dulzón y vivo.

Y luego como un alquimista que transforma echo el agua, el aceite, la sal, la harina y mi masa revivida e introduzco mis manos mientras cierro los ojos y trato de oler, de tocar, de sentir, de respirar las diminutas partículas de polvo que flotan en el aire mientas embadurno la encimera de la cocina de harina. Yo introduzco mis manos y aprieto y estiro, golpeo y doblo. Amaso. Y el pan se forma con mi energía sutil, humana, moldeadora y formo la masa le insuflo la vida, la de mi masa madre que lo devorará.

Luego lo boleo y espero, me siento dejo transcurrir los minutos, las horas incluso. No hay prisa. Lo miro como una madre que ve crecer a su hijo, y rezo para que lo haga y me olvido del tiempo porque la magia es lenta e impredecible.

Y vuelvo a esperar en un compás intemporal en el que sé que las cosas auténticas se crean despacio y regreso a un mundo no pendiente del reloj. Y tomo mi masa que está viva y la doblo y la pliego. Vuelvo a esperar. Me sumerjo en un permanecer ralentizado en el que la vida se vuelve tranquila y monótona, cuidadosa y fértil. Entonces mi masa crece y crece y burbujea y bulle viva. La tomo en mis manos, puedo sentir su fuerza dentro. La del sol, la de la tierra y la mía propia en una unión transformadora, y como es mi criatura me permito darle la forma que yo deseo y la moldeo, aunque luego ella tomará la suya propia.

El calor del fuego la convertirá en amalgama unida sus componentes, el ardor catártico la homogeneizará. La corto para darle la libertad necesaria para que pueda acabar de crecer. Es un sacrificio necesario para su desarrollo. Lo hago con cuidado y observo los agujeros que se han formado; los fermentos que revolucionados lo corroen antes de morir abrasados dentro del horno. Y la introduzco en el lugar caliente y bailo mientras la “metanoia” tiene lugar.

Nací nieta de panadero cuando él se acababa de ir para no volver nunca, en mi casa intentar hacer pan se consideraba una ofensa hacia su memoria. Crecí devorando panes que, aunque de horno de pueblo, cada vez eran menos caseros y sabían menos a pan. Y me hice mayor y cansada de baguettes industriales me decidí a hacer pan, a tratar de recobrar el sabor auténtico de una hogaza hecha con harina no blanqueada y con masa madre que nunca había probado antes. Y que quería fijar en la memoria de mis hijos como esas cosas auténticas y reales que no puedan olvidar.

La magia del pan de cada día

Y surge el mágico olor que se filtra por los rincones de la casa a pan recién hecho, un perfume que penetra en nuestras fosas nasales y que nos induce a pensar en las obras lentas y hechas con amor. Que a mí me hace pensar en el abuelo que nunca conocí y en el pan que debía haber hecho y del que nunca nadie me habló porque todos estaban demasiado ocupados.

Y extraigo el milagro de la cueva caliente con esa textura crujiente, y su color dorado oscuro.

Porque mi pan está hecho con mi energía como un pedazo de mí, con mi fuerza que reparto como alimento. Y lo huelo, lo toco, lo oigo y lo veo y sobre todo lo saboreo, y al probarlo siento en mi garganta los mil y un matices que lo diferencian que lo hacen único y especial, porque es mi obra, porque lleva en él una descripción no escrita de lo hecho. Lo disfruto y me hace feliz.

Ana Sabater

Ana Sabater es madre y escritora. Ha trabajado en distintos medios de comunicación y ha publicado CINCO NOVELAS. Ada, Averno, Kronos, Nácar y Vórtice.

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